Rápidamente me escondo en un portal abandonado. Me tranquilizo, miro las balas que me quedan en el tambor y reposo mi dedo en el gatillo. Ahí llegan, cuatro soldados más, son demasiados para usar el revólver, saco mi cuchillo, espero a que uno me vea, no le da tiempo ni a gritar, se lo clavé en la garganta para que no estipulara ningún tipo de sonido; al segundo se lo clavo en el corazón, mala idea, suelta un corto grito antes de morir, noto el calor de la sangre que me cubre las manos. Saco el revólver con la otra mano y guardo el cuchillo, un escalofrío recorre mi espalda al apretar el gatillo, atravieso el cráneo del tercer soldado. El cuarto soldado queda directamente con la cara desfigurada por completo, murió en el acto.
Aunque digan que cuando matas a alguien todo ocurre a cámara lenta, no es para nada cierto, ocurre todo sorprendentemente rápido; cuando acabas es cuando te das cuenta de todo lo que te rodea, de la sangre del enemigo que cae por tus prendas como si de una lluvia sangrienta se tratara, de la fría calle en la que estás de pie rodeado por cinco cadáveres sin vida.
Recuerdo, los soldados a los que maté tenían sangre en las manos, han tenido que hacer algo malo, corro al final de la calle.